06 marzo 2012

MINTIENDOLE A LA VERDAD

Por Roberto Mandujano Arias
CAPITULO I: Encuentro Clandestino

Mi respiración comenzaba a aumentar, mi cuerpo empezaba a temblar, mi mente no recordaba lo que ahora debía de hacer; pero mis brazos no la habían olvidado. La cogieron fuertemente y la acercaron hacia mí. Era la primera vez que tocaba sus suaves mejillas; que miraba de tan cerca sus pequeños ojos. Pero esta vez, había algo diferente en ella. Una pequeña cicatriz se ocultaba debajo de un fuerte delineado negro. Mi libro de psicología reclamaría incluir ese nuevo detalle; sus últimas hojas en blanco habían servido para dibujar esa dulce mirada. Recuerdo haberlo hecho una madrugada mientras leía sobre “la adolescencia según Freud”.

La volví a mirar, ella permanecía quieta, sus ojos seguían viéndome fijamente, pero aún no decía nada. En ese instante, con mucho miedo y temor me acerque más a ella, lentamente cerré los ojos y la besé. Era el momento con el que había soñado muchas veces estando despierto, el que los árboles de la universidad aún no habían visto, el que cupido aun no conocía. El beso que nadie creería como cierto. Ese instante debió haberme hecho tocar el cielo y dejarme sentir el viento soplar sobre mi rostro.......pero jamás lo podría ser. No podía dar marcha atrás, ya lo había hecho. 

Fue necesario un fuerte viento que inundo nuestro lugar, para poder tomar conciencia de lo que había pasado. Me puse de pie, cogí mi maleta negra que estaba sobre las losetas desgastadas del baño y sin despedirme de ella, abrí suavemente la puerta y salí. Caminaba lentamente por el pasadizo del baño pero los pasos de una muchacha que se acercaba a los lavaderos hicieron que regresara. El miedo nuevamente me invadía. Fueron cuestión de segundos para que todo quede en silencio, era el momento adecuado para salir. Retome los pasos ahora con celeridad, pero el llamado de su voz me dividieron. Era regresar o seguir. 

No sé si fue la mejor elección, pero ya estaba afuera. Respire hondo y seguí. Por varios minutos camine solo por ese oscuro pasadizo de la facultad; pero una gran sonrisa se dibujo en mí, al recordar los buenos momentos que pasea ahí. Trabajos de neurología y psicoanálisis se habían debatido por varias semanas ahí. Una fuerte voz hizo que todas esas imágenes se esfumaran .Era Raúl, el más ferviente seguidor de las teorías de Piaget. Él no dudo en acercarse e invitarme a observar desde el balcón del segundo piso, la celebración de fin de ciclo. Era una multitud de universitarios que festejaban los triunfos logrados y los pocos meses que quedaban del año. Raúl levanto su mano derecha, los señalo y dijo: “La gente más feliz no necesariamente tiene lo mejor de todo... simplemente disfruta al máximo de todo lo que encuentra en su camino”. Sus palabras habían llegado tarde hacia mí. No podía dar marcha atrás, ya lo había hecho. 
Con un fuerte apretón de manos di por concluida nuestra conversación. Trate de ocultar mi nerviosismo pero estaba seguro que Raúl, uno de los más grandes alumnos de psicología, lo había notado. Estaba ahora apresuradamente buscando las escaleras para llegar al primer piso, por un instante había desconocido todo ese lugar. Mi nerviosismo era evidente. 
Por primera vez había salido de la universidad solo con ganas de escuchar los estresantes sonidos de autos y buses. Estaba fuera y eso me calmaba. El camino a casa se hacía cada vez más largo; pero en el bus todo seguía igual, estudiantes y adultos dando pequeñas siestas, vendedores ambulantes subiendo con las mismas historias de siempre y la infaltable bulla de uno de los parlantes del bus. Quizá todo esto había colaborado para poder retomar la calma. 
Subí las desgastadas escaleras del edificio donde vivía, y en ese instante la calma se alejo de mí. Nuevamente todo lo sucedido retornaba. Sentí que sus ojos aún buscaban los míos, que su voz todavía seguía llamándome. Quise regresar, pero no podía dar marcha atrás. Ya lo había hecho. Con algo de nerviosismo toque por casi 10 minutos la puerta y nadie contesto. Pues pensé, tal vez mis padres estarían en una de sus tantas reuniones familiares y mi hermano, en sus clases de guitarra. Baje la mochila de mi espalda, la abrí y empecé a buscar el manojo de llaves, al parecer no quería que las encontrara. Estaban muy bien escondidas debajo de mis libros de genética. 
Todo adentro permanecía igual. El viejo sillón heredado por mi abuelo y el pequeño televisor en blanco y negro aún seguía ahí. Era hora de leer lo que ahora debía de hacer. Entre a mi cuarto, me acerca hacia el velador, abrí el cajón y cogí mi pequeño cuaderno azul de apuntes. Lo leí y di una sonrisa. Ya no había más dudas, era ella a la que estuve buscando siempre. Era hora de descansar, no había nada que temer. Me desperté durante toda la madrugada cerca de dos veces, los recuerdos de ella aun se mantenían muy claros en mí. Solo el momento de ese beso era lo que pudo dejarme soñar y permitirme descansar esa noche.

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